11.1.11

El placer de escribir
Naturalmente que uno escribe cuando piensa que tie­ne algo que, saliendo de lo más hondo vale la pena expresarlo y trasmitírselo a otro. Escribir es rescatarse de un abismo silencioso, es liberar el ser de la prisión interior y lanzarlo al desafío de convivir, a través del valor de las pala­bras, con el extraño mundo de los demás. Es atreverse a trajinar el vasto territorio de lo desconocido que, en ocasio­nes linda, con el delirio y la locura. Es sacar de la medita­ción intima a la superficie un pensamiento, una idea, una ficción, una fantasía que creemos tiene el mérito o el valor de ser compartida. Por eso, ante todo, escribir es entonces romper la soledad y desafiar el aislamiento. Sin embargo, no es una tarea sencilla. El reto de enfrentarse a las cuarti­llas en blanco constituye una monumental batalla del talen­to y de la inteligencia para lograr traducir, pulcramente en palabras, la fuerza de las ideas o de los sentimientos. Es un proceso complejo porque como bien lo dijo el escritor y filósofo Max Aub, en sus celebres « Aforismos en el Labe­rinto» «escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir». Aprender a dominar las palabras es lo que nos hace real­mente humanos y profundamente racionales, pensamos nosotros.
Pero, en este trance influyen, de poderosa manera, la personalidad, el medio, los conocimientos, el tiempo histó­rico en que se vive y la acendrada pretensión de conquistar lectores. Esta constituye la ambición suprema del escritor. Su tragedia, por el contrario, es no tener lectores. El dolor y la frustración que genera por ejemplo el fracaso de un libra o ausencia de reconocimiento de la crítica. En estos casos los escritores llegan al extremo de quedar atrapados por las garras del silencio por un periodo determinado o defini­tivamente, según la gravedad del caso, y de esto hay nu­merosos ejemplos en la historia de la literatura universal. Inicialmente más que fama y gloria lo que el escritor busca con afán son lectores.
Además, quiérase o no el escritor termina siendo una legítima expresión de la vida de su tiempo. Su mente, así quiera elegir el deleite de la escritura solitaria, no logra es­capar plenamente de los elementos de su entorno exterior que tienen de todas maneras influjo en su tarea intelectual. El paisaje, la gente, la música, el ambiente, las cosas, el ruido de la calle, la atormentada visión del noticiero, el supli­cio del teléfono invaden con su presencia, de manera avasallante, el mundo interior del escritor. Razón tenía Ca­milo José Cela cuando expresaba que «una gran obra solo puede ser producto de una gran soledad». Y en esta medi­tación aparece siempre la relación entre periodismo y lite­ratura, la preocupación por establecer hasta donde el pri­mero sacrifica a la última o por el contrario, el ejercicio del periodismo conduce, en muchos casos, a la anhelada perfección literaria. Pero, quizás por todas estas cosas senti­mos el impulso y el placer de escribir libremente, pensando que al hacerlo, coincidimos con la española Rosa Montero cuando afirma que «escribir es flotar en el vacío».