3.6.14

ALBERTO SANTOFIMIO EVOCA A HUGO RUIZ

Fue en un día lluvioso y triste de mayo, en el año 66,cuando vi llegar, con su rostro pálido y fantasmal, su barba incipiente, su dicción entrecortada, tímida y  nerviosa, arrastrando las erres, como el Julio Cortázar que luego conocí en Paris, a un joven que me pedía, con un cigarrillo entre  sus labios, que, como director de  el diario El Cronista, le diera cabida, en nuestra página literaria que dirigía el poeta Emilio Rico, a  un breve ensayo  suyo sobre la obra de Marcel Proust. Entablamos un diálogo que se prolongó por varios minutos, pese a los afanes que trae el trajín  angustioso de dirigir una publicación diaria. De entrada, comprendí que se trataba de un evidente talento literario, de un hondo espíritu crítico, de un lector dedicado y culto. Un personaje que, por su modestia y  su talante bohemio, estaba refundido en la provincia. Desperdiciado, en un ambiente que no era propicio a sus inclinaciones intelectuales, a su ambiciosa y bien sólida pretensión literaria y a su meta codiciada de escribir una novela, precisamente en la época en que empezaba a despuntar el  llamado boom latinoamericano con sus figuras estelares Juan Rulfo, Octavio Paz, Carpentier, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, entre otros. Era Hugo Ruiz, ya conocedor de la obra de todos ellos, lector, además de Faulkner, de Borges, de Bioy Casares. Simpatizante de la poesía de César Vallejo, Miguel Hernández, Barba Jacob, Verlaine, Baudelaire, Poe. No simulaba sus conocimientos y arbitrarias predilecciones y discurría con soltura y densidad, amparado, además,  por una terca, minuciosa e  independiente visión de las obras de todos estos autores, leídos en sus soledades, al amparo comprensivo y protector de su madre, en la casona solariega de la quinta con doce, en la Ibagué de sus pasiones desbordadas,  sus sueños, sus amores y sus discusiones interminables y  obstinadas, con amigos u ocasionales adversarios de café, de bar, o de esquina.. Ese día lejano en las  antañosas instalaciones del mejor diario escrito que ha  tenido el Tolima, en los últimos 60 años, nació una amistad franca, leal, controversial, amena, y firme, que solo interrumpió, vandálica la muerte. Nuestras tertulias memorables en la casa abierta de Carlos Orlando Pardo, sin duda su más entrañable y cercano amigo, nos permitieron gozar, por muchos años gratos, el espectáculo de su talento, su memoria, la terquedad con la cual ,emitía sentencioso sus juicios críticos, sobre libros y autores, con una admirable solvencia,y una profundidad imbatible. Solo una vez lo derroté en una apuesta cuando al evocar yo un soneto de Eduardo Castillo, él se empeñó, caprichosamente, en negar esa autoría, hasta el punto de cometer el desatino de llamar a las 2 de la madrugada a nuestro común y admirado amigo amigo, ser humano excepcional, el enorme escritor cartagenero Germán Espinosa, para que diera su veredicto final sobre la memoriosa disputa poética. Espinosa creyó, por la impertinencia de la llamada de Hugo Ruiz, a  despertarlo a esa hora insólita, que se trataba de una noticia trágica. Y lo fue, finalmente, para nuestro amigo que duró, varias semanas ,para reponerse de esa "derrota" literaria. Es un hermoso recuerdo que Pardo y yo no olvidamos, pues  estamos, venturosamente vivos, para contar la anécdota. Con la publicación y el  éxito de la novela de Hugo, se cumple la sabia sentencia, de que solo vivimos, más allá de la muerte, cuando somos capaces de escribir y de tener lectores, lejos de  nuestra propia vida.


Nos fuimos disolviendo en el tiempo con la creencia cierta de que la novela de Hugo Ruiz era un fantasma que rondaba la vieja casona de la doce con quinta, que asomaba de vez en cuando, siempre esquivo, sin dejarse aprehender ni siquiera de su autor. Estoy sorprendido, pues luego de tantos años, se produjo la transfiguración del mito y hoy los tolimenses podemos con entusiasmo celebrar por fin la aparición (en las tres primeras acepciones de la palabra: acción y efecto de aparecer; visión de un ser sobrenatural o fantástico y fantasma) de Los días en blanco. Balada muerta de los soldados de antaño. El taciturno y siempre nostálgico Hugo se salió con la suya, de manera póstuma, como tal vez lo sabía internamente. Novecientas cincuenta y ocho páginas que lo atormentaron para siempre y por siempre, ven la luz en los ojos cegados de un hombre que creyó en lo que hacia. Un abrazo de regocijo por el paisano que también lo logró.