19.12.10

MEMORIA A DOS VOCES
Francois Mitterand
Un sugestivo y revelador diálogo entre el Presidente de Francia, el enigmático habitante por varios años del palacio de Elíseo, Francois Mitterand y el Premio Nobel de la Paz Elie Wiesel ha sido recogido en un volumen bajo el título, "Memoria a dos voces", ya tra­ducido al español por Juana Salalur y publicado en una impecable edición por El País - Aguilar de España.
Mitterand ha protagonizado la historia de Francia por más de medio siglo y su nombre, sus acciones des­de la juventud, las variables de su posición política, ideológica, religiosa, han estado envueltos en una es­pecie de nebulosa leyenda cercana cada vez más al mito con el declinar de su presidencia, los escándalos sobre su vida íntima, la grave enfermedad en el otoño de su actuación pública.
Ya retirado del ejercicio imperial del poder, el cual dedicó en las horas finales a preparar su gloria luego de la muerte y a asociar su nombre con obras monumentales, quizás para emular con Napoleón, el anun­cio de un libro suyo de memorias generó una inmensa expectativa que ahora no parece respondida, en la medida en que ella se presentó, en el libro a dos voces con Wiesel, el escritor judío sobreviviente del Holo­causto.
La curiosidad de los lectores por los secretos de las biografías o autobiografías encuentra un muro como el que solía poner con calculada distancia Mitterand, en todos los actos de su existencia. Así lo hizo en el libro con las palabras que el mismo introduce como prefacio "el hombre político se expresa en primer lugar mediante sus actos, de ellos depende y a ellos se debe, discursos y escritos son sólo piezas de apoyo al servicio de una obra de acción".
Razón tiene Mitterand en su afirmación pero ig­nora también que con la revolución contemporánea de las comunicaciones y el imperio de los medios, de la inmagología y de la televización del poder, parte inmensa de la actualidad política se circunscribe a decir cosas ante las cámaras y los micrófonos, a expresar opiniones en las ruedas de prensa, a defender propuestas y proyectos en las conferencias internacionales en la diplomacia multilateral.
Pero lo que la gente espera de una supuesta "Me­moria a dos voces" no es este material público profun­damente difundido por los medios de comunicación, en un instante, para todo el planeta. Bien sabe el exmandatario francés que cuando él decía en París, como Jefe de Estado, en segundos a través de la sofisticada tecnología de la moderna revolución de las comunicaciones, en todo el mundo. Eso no es lo que le interesa al público lector de un libro de memorias, pues obviamente ya lo tiene averiguado y bien cono­cido, casi que lo sabe de memoria rápida.
Elie  Wiesel
El propio Mitterand, haciendo caso omiso de las graves dificultades finales del gobierno que presidió, se dedicó, como ya lo dijimos, a esculpir su propia estatua histórica, sin preocuparle mucho las terribles realidades. El misterio, que no devela para nada el pe­queño volumen del intelectual y del político, en "Me­moria a dos voces", fue aumentando con la leyenda de que el ilustre francés estaba asociado al judío Premio Nobel para escribir un libro sobre el tema de Israel y Dios. Y la versión se fortaleció y la expectativa creció cuando Jacques Atali, el asesor también judío de Mitterand, adelantó algunas versiones en su libro "Verbatín" casi que plagiando el libro que ahora ve la luz. Lo cierto es que la "Memoria a dos voces", no es sensacionalista ni aporta cosas nuevas, como la gente esperaba, sobre el tema de la hija clandestina de Mitterand o sobre la pasada militancia derechista de quien llegó al poder, marchando solitario con una rosa roja símbolo del socialismo francés, para depositarla en la tumba del ideólogo Jean Jaurés.
El libro recoge sí unos diálogos bien interesantes, en la voz de dos brillantes interlocutores que dejan frases y pensamientos de un indudable brillo literario, filosófico y político. Las reflexiones sobre el poder y las terribles miserias que universalmente asolan el ejer­cicio actual de la política, quedan claras en el importante ensayo. El libro es ameno y fácil, bien elaborado y atrayente. No tiene temática tremendista que se es­peraba pero si un texto serio y nuevo que vale la pena leerlo para meditar sobre la vida y la gran influencia de uno de los más importantes protagonistas de la po­lítica mundial en este terrible siglo que termina.

26.11.10



DE LA VEJEZ
 Por: Alberto Santofimio Botero 
 Innumerables veces en diálogos, escritos y reportajes, el General De Gaulle, símbolo de la grandeza de Francia, más allá de las horribles guerras, aún aferrado al poder, a su goce, a su responsabilidad y a su defensa, solía citar con especial énfasis la sentencia de Chateaubriand: la vejez es un naufragio.
Simone de Beauvoir, camino de los setenta años, dedicó un libro a analizar, con valores de su tiempo, el fenómeno, e inspirada quizás en la terrible frase de Joubert "cosa horrible y que puede suceder, los viejos quieren sobrevivir", planteó una nueva teoría de la actitud del mundo moderno ante los viejos, destacando más de un elemento de crueldad y de injusticia de la sociedad de la posguerra para la cual los ancianos, la tercera edad, han conseguido avances de la ciencia pero no de la justicia para su trato.
"Ahí, precisamente en la espalda, es que comienza a doler la vejez. Como los árboles, la espina dorsal y cada uno de sus huesos se va doblando dolorosamente y a los viejos se les castiga de ésta manera la arrogancia echándoles hacia adelante y hacia abajo", expresó hace años con la sobriedad de su prosa Alberto Lleras Carmargo.        Generalmente se piensa que el acomodamiento psicológico para la vejez debe ser para el hombre y la mujer la pérdida absoluta de intereses o de atracción por lo que fueran sus principales pasiones y preocupaciones esenciales, el poder, la política, la fama, la belleza, el dinero, la gloria. Una consoladora realidad sería aquella en que al ir deteriorándose la persona humana fuera primero perdiendo las ganas que el poder. Sería una consoladora situación de adaptación a la fatal pérdida del oído, de la vista, del movimiento, de la lucidez. No suele ser generalmente ésta la situa ción del viejo de nuestro tiempo, al que más bien, según las clases sociales, se le ofrecen dispares horizontes para su final. En los estratos bajos es abandono cruel, todo es desprecio y olvido, la tercera edad convertida más en un flagelo familiar y en conflicto social que en otra cosa. Injusta, terrible situación ésta que civilizaciones y países buscan ahora, por un reparador cami no de grandes rectificaciones, cambiar.
En el libro de Simone de Beauvoir serpentean los terribles interrogantes. ¿Será inevitable envejecer? ¿Por qué la vejez no puede tener sus compensaciones? ¿Cómo debe la sociedad adaptarse con justicia a soportar a los viejos que día a día aumentan en el mundo y poderles dar a ellos un horizonte, un bello sitio de dignidad? Pero no es sólo el castigo de un entorno de ocio, de soledad y de padecimiento lo que aparece como el trágico final que espera a los viejos. Hay algo más, es la desgarradora realidad de cómo la diferencia de clases patentiza la crueldad de los martirios de la ancianidad; lo dice tantas veces Simone de Beauvoir y no resistimos la tentación de citarla "La decrepitud senil ha dependido siempre de la clase social a la que se pertenece y mi consejo es que más vale ser burgués cuando se envejece que obrero, explotador que explotado".
Picasso, Goethe, Miguel Ángel fueron ejemplos de una ancianidad productiva y amable que pudo en algo refutar la pesimista teoría a que nos venimos refiriendo del libro de la novelista francesa.
Que envejecer no sea deteriorarse, dependerá en tonces de un Estado justo y socialmente eficiente que alivie la decrepitud física y espiritual de la tercera edad para que los viejos de nuestro tiempo, aquí en Colombia , puedan afirmar solemnes, con la luminosa frase de Clemenceau, otro anciano genial y productivo: "Es preciso en todo mantenerse firme hasta el final e incluso más allá si ello es posible".

17.11.10

DON GENIOS COINCIDENTES

Oscar Wilde, actuó como una especie de torero tremendista retando con su conducta singular a la exquisita sociedad de su tiempo. Con arrojo desafió valores, tradicio­nes, principios, costumbres. Recorrió toda la gama mise­rable de las enfermedades vergonzosas, y se sumergió en el oscuro túnel de los burdeles, las tabernas, los destartala­dos hoteles, en los que consumó vergonzante su escanda­losa condición homosexual, el goce pagano de los exce­sos, la desmesura sin límites, ni barreras, las excentricida­des famosas de su alocada y desconcertante juventud.
Nadie imaginó que dos niños tiernos, nacidos en 1.854, hace 151 años, fueran a ser con el correr de la vida «compañeros de infierno», enormes figuras protagónicas de la literatura universal. Osear Wilde nació en Dublín, y Artur Rimbaud, en Charleville. Los dos recorrieron apasio­nados el sendero azaroso y contradictorio de la virtud litera­ria y el vicio personal. Los dos escandalizaron a sus con­temporáneos ufanándose de su condición homosexual y su dependencia letal del alcohol y las drogas. Los dos fue­ron ante los ojos de la sociedad de su tiempo escritores malditos y proscritos. Wilde, exhibiendo su amor desafora­do por los jovencitos y su fatal amistad con Lord Alfredo Douglas. Y Rimbaud, con su torturada y trágica pasión por Paúl Verlaine. Los dos se movieron, con exquisitez, entre la frívola paradoja, la sugestiva ironía, la meditación profunda y la escritura de novelas, poemas, obras de teatro. Ambos trataron, a su insólita manera, de descifrar el supremo mis­terio del alma humana. Y así lo demostraron en su genial e intensa creación literaria. Sus dos enormes mitos crecieron, con esplendor y fama inusitada, en París y Londres. En esas ciudades deslumbrantes, en su singular universo cul­tural vivieron parejamente su gloria y su miseria. Ambos fue­ron legítimos exponentes del «arte de la insolencia». Los dos entendieron al mundo como contraparte y construye­ron sus simbólicos castillos de insularidad. Ambos, emula­ron en manejar con arrogancia y talento las frases chis­peantes, la critica despiadada y el humor corrosivo.
Wilde, retaba al público más allá del placer que le pro­digaba con sus obras. Y decía, con su tono irónico, que el público solía tener una «curiosidad insaciable por conocer­lo todo menos lo que merece la pena». Rimbaud, en los supremos delirios de la droga exclamaba: «cuanto más se escribe, menos se piensa». El escritor español Vila Matas, dice que éste último llego a la escritura tras haber constata­do la bancarrota de la palabra. En su libro «Una Temporada en el Infierno», exclamó desesperado «debo enterrar mi ima­ginación y mis recuerdos». Wilde y Rimbaud, genios los dos de la paradoja, la contradicción, la poesía y la bohemia galante. Los dos se dieron el lujo de demostrar, con el des­bordamiento de sus vidas, lo que uno de ellos había expre­sado con desplante que «el arte es una tontería».

9.11.10

Clarita Botero de Santofimio:
la parábola de un ser excepcional                     

Fue la suya una hermosa existencia, cercada por los valores tutelares a los cuales dio una vigencia permanente durante la jomada que la providencia le prodigó, con generosidad. El amor a la familia, la fe en sus creencias religiosas, la práctica leal y sincera de la amistad, la caridad hacia los necesitados y los humildes, su pasión por la ciudad en la cual nació y a la que quiso con devoción y entusiasmo crecientes, fueron, sin duda, características fundamentales de su personalidad. La misma que le permitió, en la intimidad de su hogar y en la sociedad de la cual fue miembro sobresaliente, ejercer una discreta autoridad que nadie le discutía y de la cual, con fundada razón, se sentía ufana y orgulloso.
Irradiaba siempre una admirable pasión por la vida y gozaba por igual, con infinito deleite, observando un paisaje, viendo abrir una flor, escuchando su canción predilecta, con ios aciertos de la buena mesa, leyendo un libro, repitiendo una oración o recibiendo la gratitud de un anciano o la sonrisa de un niño.
A todos hablaba claro, sin hipocresías. No disfrazada su pensamiento, y sus conceptos independientes salían de sus labios, con firmeza, sin tener en cuenta el interlocutor que tenía en frente. Así le habló siempre a las gentes del común y, también, a los gobernantes, los poderosos, los protagonistas de la vida pública. En los temas de la ciudad y de la sociedad era particularmente exigente y ejercía, con libertad y firmeza, la crítica constructiva, pensando especialmente en el bien común.
Hizo propias las tragedias, los dolores, las dificultades de sus familiares y amigos. La solidaridad con sus semejantes era para ella una práctica habitual. Hasta é final de sus días tendió su mano generosa a los necesitados y a los débiles, y alimentó el culto a su fe religiosa y al trabaje de evangelización y difusión de la doctrina de la Iglesia Católica, pero sin fanatismos, y respetuosa siempre de las creencias y opiniones distintas a las suyas.
Abrazo, con fervor, por el influjo de su esposo, primero y luego de su hijo, las ideas liberales y como leal homenaje a los dos, hizo de su pasión política una eficiente tarea de noble servicio social dirigida a hacer menos dura la vida de los ancianos y los niños. Vivió parejamente las glorias y los sufrimientos que el devenir político trae consigo, sin albergar una brizna de odio, ni de resentimiento hacia nadie. Ignoró olímpicamente la maldad ajena, y sentía lástima por quienes la hicieron sufrir persiguiendo, obsesivamente, a los suyos. Las más duras pruebas que le deparó el destino las vivió con la dignidad y el valor de un alma superior, refugiándose celosamente, en tiempos de tempestad, en su diálogo interior con el Dios de su fe y la Virgen de sus principios, con una inspiración al estilo de Teresa de Ávila ó San Juan de la Cruz.
Juan XXIII y Juan Pablo II fueron sus pontífices predilectos. Por ello, sentía satisfacción espiritual de verles camino a los altares, por decisión de su iglesia. Admiró desde su juventud a Churchill y a Roosevelt y los consideró como los héroes que salvaron a la humanidad de los desalmados totalitarismos de esa época de terribles guerreros. Pidió la paz y la reconciliación y rechazó toda forma de violencia. En la política nacional sus grandes devociones, que jamás olvidó, fueron Alfonso López Pumarejo, Darío Echandía y Alberto Lleras Camargo, a quienes admiró como las figuras estelares del liberalismo colombiano, y a quienes tuvo el privilegio de conocer y apreciar personalmente.
Germán Pardo García, Juan Lozano y Lozano y Arturo Camocho Ramírez fueron para ella los cantores predilectos de la tierra tolimense, al lado de Luz Stella y Silvia Lorenzo, también cercanas a su afecto intimo. A lo largo de sus fecundos 94 años mantuvo una estrecha y cariñosa relación con Amina Melendro de Pulecio, Leonor Buenaventura de Valencia, Luz Caicedo de Tono y Emma Vilo de Peláez. Cultivó además, amistades de las mádiversas generaciones. Ni la edad, ni el origen, fueron para ella barrera para establecer firmes nexos amistosos. Le atraían las gentes jóvenes y disfrutaba, con un sentido abierto y libre, oyendo sus opiniones y sus gustos, departiendo con ellas en tardes apacibles de juego, conversación y música.
Gozaba intensamente, sin agotar su capacidad de asombro, con todos los descubrimientos de la ciencia y la tecnología. Consideraba los más audaces y valiosos, la penicilina, el fax, el internet y el celular. Este último le fascinaba por su ágil y versátil capacidad de borrar distancias y fronteras, y hacer más fácil la comunicación con amigos y parientes de Colombia y el exterior.
Heredó de su padre Clímaco Botero Escobar, varias veces Alcalde de Ibagué, el arte de la conversación, que manejó con deleite y maestría. Y de su madre Resina Caicedo Montealegre, la fe religiosa y el amor al prójimo, columnas vertebrales de su espíritu selecto. No hubo en Ibagué institución, obra o empresa de aliento social, cultural o comunitario que no contara con su concurso entusiasta cuando se le solicitaba, y a todos les ponía corazón, decisióy fervor.
Amó entrañablemente al Conservatorio de Música del Tolima, al  círculo de Ibagué y al Club Campestre. Su existencia estuvo atada indisolublemente a estas tres instituciones de la ciudad. Por años organizó, con indudable éxito, la «Navidad del Niño Pobre», y apoyó desinteresadamente las tareas de servicie o los barrios populares y a los sectores campesinos. Así mismo, incursionó en el periodismo como corresponsal social de El Tiempo en Ibagué, por varios años.
El gran amor de su vida fue mi Padre. Luego de su muerte, volcó ese sentimiento hacia sus hijos, sus nietos, sus amigos, su ciudad entrañable, en la cual nació, vivió y murió, y a la que quiso con noble, arraigada y definitiva pasión.
Luego de su partida, discreta y serena, como todo lo suyo, sintiendo en la profundidad del alma el terrible vacio de su ausencia, sentado en el patio de su vieja casa iluminado por sus bellos recuerdos y por las flores que sus manos cultivaron y consintieron, con ternura por tantos años, alcé conmovido la mirada al cielo y vi el rostro sonriente de mi madre rodeado de un tumulto de estrellas jóvenes.
Entonces comprendí, con evidente resignación, que mi madre había logrado, definitivamente, la paz que tanto merecía, al lado del Dios de sus principios y sus devociones esenciales.