30.1.11

MEMORIA DEL EXTERMINIO
Por: ALBERTO SANTOFIMIO BOTERO
Que el holocausto es uno de los mayores crímenes cometidos por la humanidad en toda su historia, es una verdad rotunda que ya nadie se atreve a poner en duda. Terminada la segunda guerra mundial se fue abriendo el camino para desentrañar, a través de la investigación y de los escalofriantes testimonios de los sobrevivientes, la ho­rripilante y monstruosa dimensión de este atropello y de los más acabados símbolos de la crueldad y el horror los lla­mados entonces «campos de concentración».
Sin embargo, la literatura sobre estos vergonzosos episodios no ha sido tan abundante ni esclarecedora como se quisiera. Este fenómeno se explica porque el temor a represalias y conflictos frenó, inicialmente, la expresión le­gitima de la indignación universal frente a esta siniestra pá­gina de la civilización, cuyos autores fueron capaces de en­gendrar semejante ignominia contra todos los valores de la civilización democrática.
Imre Kertész
Algunas plumas como las de Paul Celan, Tadeusz Borowski. Primo Levi, Jena Amér., Ruth Kluger, Claude Lanzman y Miklós Radnoti han tratado a fondo el tema. Sus textos son tan valiosos como admirables. Pero, entre todos los escritores entregados a esta temática sobresale, sin duda, el premio Nobel de literatura 2002, el húngaro Imre Kertész, por la hondura de su mensaje, por la atormentada expresión de una experiencia injustamente vivida desde niño, en carne propia, la que le dejo cicatrices imborrables en su espíritu. Nadie como el combina en la escritura, maravillo­samente la imaginación y la vida sufrida. En cada relato suyo, de cuanto tuvo que padecer en esos escenarios de horror de los campos de concentración existen elementos teñidos con sangre y marcados por un grito de dolor intenso
Nadie como él ha demostrado los perfiles de coraje para denunciar en conferencias, ensayos y libros toda la terrible leyenda del holocausto con páginas que si no fuera por el impecable testimonio de su verdad histórica cualquiera creería producto de una imaginación disparatada. En todos sus textos aparecen las garras del totalitarismo nazi y el demencial y sistemático desafió contra los derechos hu­manos y las libertades individuales, contra la vida de millo­nes de seres humanos erigidos ahora, con el paso del tiempo en monumento histórico al sufrimiento, al coraje, a la infini­ta capacidad de soportar y desafiar a los agentes del cri­men y del mal.
Con afortunado poder de síntesis, refiriéndose a es­tos acontecimientos incalificables, el Nobel húngaro ha di­cho: «la sombra larga y oscura del holocausto se proyecta sobre toda la civilización y debe seguir viviendo con el peso de lo que ocurrió y con toda sus consecuencias».

11.1.11

El placer de escribir
Naturalmente que uno escribe cuando piensa que tie­ne algo que, saliendo de lo más hondo vale la pena expresarlo y trasmitírselo a otro. Escribir es rescatarse de un abismo silencioso, es liberar el ser de la prisión interior y lanzarlo al desafío de convivir, a través del valor de las pala­bras, con el extraño mundo de los demás. Es atreverse a trajinar el vasto territorio de lo desconocido que, en ocasio­nes linda, con el delirio y la locura. Es sacar de la medita­ción intima a la superficie un pensamiento, una idea, una ficción, una fantasía que creemos tiene el mérito o el valor de ser compartida. Por eso, ante todo, escribir es entonces romper la soledad y desafiar el aislamiento. Sin embargo, no es una tarea sencilla. El reto de enfrentarse a las cuarti­llas en blanco constituye una monumental batalla del talen­to y de la inteligencia para lograr traducir, pulcramente en palabras, la fuerza de las ideas o de los sentimientos. Es un proceso complejo porque como bien lo dijo el escritor y filósofo Max Aub, en sus celebres « Aforismos en el Labe­rinto» «escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir». Aprender a dominar las palabras es lo que nos hace real­mente humanos y profundamente racionales, pensamos nosotros.
Pero, en este trance influyen, de poderosa manera, la personalidad, el medio, los conocimientos, el tiempo histó­rico en que se vive y la acendrada pretensión de conquistar lectores. Esta constituye la ambición suprema del escritor. Su tragedia, por el contrario, es no tener lectores. El dolor y la frustración que genera por ejemplo el fracaso de un libra o ausencia de reconocimiento de la crítica. En estos casos los escritores llegan al extremo de quedar atrapados por las garras del silencio por un periodo determinado o defini­tivamente, según la gravedad del caso, y de esto hay nu­merosos ejemplos en la historia de la literatura universal. Inicialmente más que fama y gloria lo que el escritor busca con afán son lectores.
Además, quiérase o no el escritor termina siendo una legítima expresión de la vida de su tiempo. Su mente, así quiera elegir el deleite de la escritura solitaria, no logra es­capar plenamente de los elementos de su entorno exterior que tienen de todas maneras influjo en su tarea intelectual. El paisaje, la gente, la música, el ambiente, las cosas, el ruido de la calle, la atormentada visión del noticiero, el supli­cio del teléfono invaden con su presencia, de manera avasallante, el mundo interior del escritor. Razón tenía Ca­milo José Cela cuando expresaba que «una gran obra solo puede ser producto de una gran soledad». Y en esta medi­tación aparece siempre la relación entre periodismo y lite­ratura, la preocupación por establecer hasta donde el pri­mero sacrifica a la última o por el contrario, el ejercicio del periodismo conduce, en muchos casos, a la anhelada perfección literaria. Pero, quizás por todas estas cosas senti­mos el impulso y el placer de escribir libremente, pensando que al hacerlo, coincidimos con la española Rosa Montero cuando afirma que «escribir es flotar en el vacío».