26.11.10



DE LA VEJEZ
 Por: Alberto Santofimio Botero 
 Innumerables veces en diálogos, escritos y reportajes, el General De Gaulle, símbolo de la grandeza de Francia, más allá de las horribles guerras, aún aferrado al poder, a su goce, a su responsabilidad y a su defensa, solía citar con especial énfasis la sentencia de Chateaubriand: la vejez es un naufragio.
Simone de Beauvoir, camino de los setenta años, dedicó un libro a analizar, con valores de su tiempo, el fenómeno, e inspirada quizás en la terrible frase de Joubert "cosa horrible y que puede suceder, los viejos quieren sobrevivir", planteó una nueva teoría de la actitud del mundo moderno ante los viejos, destacando más de un elemento de crueldad y de injusticia de la sociedad de la posguerra para la cual los ancianos, la tercera edad, han conseguido avances de la ciencia pero no de la justicia para su trato.
"Ahí, precisamente en la espalda, es que comienza a doler la vejez. Como los árboles, la espina dorsal y cada uno de sus huesos se va doblando dolorosamente y a los viejos se les castiga de ésta manera la arrogancia echándoles hacia adelante y hacia abajo", expresó hace años con la sobriedad de su prosa Alberto Lleras Carmargo.        Generalmente se piensa que el acomodamiento psicológico para la vejez debe ser para el hombre y la mujer la pérdida absoluta de intereses o de atracción por lo que fueran sus principales pasiones y preocupaciones esenciales, el poder, la política, la fama, la belleza, el dinero, la gloria. Una consoladora realidad sería aquella en que al ir deteriorándose la persona humana fuera primero perdiendo las ganas que el poder. Sería una consoladora situación de adaptación a la fatal pérdida del oído, de la vista, del movimiento, de la lucidez. No suele ser generalmente ésta la situa ción del viejo de nuestro tiempo, al que más bien, según las clases sociales, se le ofrecen dispares horizontes para su final. En los estratos bajos es abandono cruel, todo es desprecio y olvido, la tercera edad convertida más en un flagelo familiar y en conflicto social que en otra cosa. Injusta, terrible situación ésta que civilizaciones y países buscan ahora, por un reparador cami no de grandes rectificaciones, cambiar.
En el libro de Simone de Beauvoir serpentean los terribles interrogantes. ¿Será inevitable envejecer? ¿Por qué la vejez no puede tener sus compensaciones? ¿Cómo debe la sociedad adaptarse con justicia a soportar a los viejos que día a día aumentan en el mundo y poderles dar a ellos un horizonte, un bello sitio de dignidad? Pero no es sólo el castigo de un entorno de ocio, de soledad y de padecimiento lo que aparece como el trágico final que espera a los viejos. Hay algo más, es la desgarradora realidad de cómo la diferencia de clases patentiza la crueldad de los martirios de la ancianidad; lo dice tantas veces Simone de Beauvoir y no resistimos la tentación de citarla "La decrepitud senil ha dependido siempre de la clase social a la que se pertenece y mi consejo es que más vale ser burgués cuando se envejece que obrero, explotador que explotado".
Picasso, Goethe, Miguel Ángel fueron ejemplos de una ancianidad productiva y amable que pudo en algo refutar la pesimista teoría a que nos venimos refiriendo del libro de la novelista francesa.
Que envejecer no sea deteriorarse, dependerá en tonces de un Estado justo y socialmente eficiente que alivie la decrepitud física y espiritual de la tercera edad para que los viejos de nuestro tiempo, aquí en Colombia , puedan afirmar solemnes, con la luminosa frase de Clemenceau, otro anciano genial y productivo: "Es preciso en todo mantenerse firme hasta el final e incluso más allá si ello es posible".

17.11.10

DON GENIOS COINCIDENTES

Oscar Wilde, actuó como una especie de torero tremendista retando con su conducta singular a la exquisita sociedad de su tiempo. Con arrojo desafió valores, tradicio­nes, principios, costumbres. Recorrió toda la gama mise­rable de las enfermedades vergonzosas, y se sumergió en el oscuro túnel de los burdeles, las tabernas, los destartala­dos hoteles, en los que consumó vergonzante su escanda­losa condición homosexual, el goce pagano de los exce­sos, la desmesura sin límites, ni barreras, las excentricida­des famosas de su alocada y desconcertante juventud.
Nadie imaginó que dos niños tiernos, nacidos en 1.854, hace 151 años, fueran a ser con el correr de la vida «compañeros de infierno», enormes figuras protagónicas de la literatura universal. Osear Wilde nació en Dublín, y Artur Rimbaud, en Charleville. Los dos recorrieron apasio­nados el sendero azaroso y contradictorio de la virtud litera­ria y el vicio personal. Los dos escandalizaron a sus con­temporáneos ufanándose de su condición homosexual y su dependencia letal del alcohol y las drogas. Los dos fue­ron ante los ojos de la sociedad de su tiempo escritores malditos y proscritos. Wilde, exhibiendo su amor desafora­do por los jovencitos y su fatal amistad con Lord Alfredo Douglas. Y Rimbaud, con su torturada y trágica pasión por Paúl Verlaine. Los dos se movieron, con exquisitez, entre la frívola paradoja, la sugestiva ironía, la meditación profunda y la escritura de novelas, poemas, obras de teatro. Ambos trataron, a su insólita manera, de descifrar el supremo mis­terio del alma humana. Y así lo demostraron en su genial e intensa creación literaria. Sus dos enormes mitos crecieron, con esplendor y fama inusitada, en París y Londres. En esas ciudades deslumbrantes, en su singular universo cul­tural vivieron parejamente su gloria y su miseria. Ambos fue­ron legítimos exponentes del «arte de la insolencia». Los dos entendieron al mundo como contraparte y construye­ron sus simbólicos castillos de insularidad. Ambos, emula­ron en manejar con arrogancia y talento las frases chis­peantes, la critica despiadada y el humor corrosivo.
Wilde, retaba al público más allá del placer que le pro­digaba con sus obras. Y decía, con su tono irónico, que el público solía tener una «curiosidad insaciable por conocer­lo todo menos lo que merece la pena». Rimbaud, en los supremos delirios de la droga exclamaba: «cuanto más se escribe, menos se piensa». El escritor español Vila Matas, dice que éste último llego a la escritura tras haber constata­do la bancarrota de la palabra. En su libro «Una Temporada en el Infierno», exclamó desesperado «debo enterrar mi ima­ginación y mis recuerdos». Wilde y Rimbaud, genios los dos de la paradoja, la contradicción, la poesía y la bohemia galante. Los dos se dieron el lujo de demostrar, con el des­bordamiento de sus vidas, lo que uno de ellos había expre­sado con desplante que «el arte es una tontería».

9.11.10

Clarita Botero de Santofimio:
la parábola de un ser excepcional                     

Fue la suya una hermosa existencia, cercada por los valores tutelares a los cuales dio una vigencia permanente durante la jomada que la providencia le prodigó, con generosidad. El amor a la familia, la fe en sus creencias religiosas, la práctica leal y sincera de la amistad, la caridad hacia los necesitados y los humildes, su pasión por la ciudad en la cual nació y a la que quiso con devoción y entusiasmo crecientes, fueron, sin duda, características fundamentales de su personalidad. La misma que le permitió, en la intimidad de su hogar y en la sociedad de la cual fue miembro sobresaliente, ejercer una discreta autoridad que nadie le discutía y de la cual, con fundada razón, se sentía ufana y orgulloso.
Irradiaba siempre una admirable pasión por la vida y gozaba por igual, con infinito deleite, observando un paisaje, viendo abrir una flor, escuchando su canción predilecta, con ios aciertos de la buena mesa, leyendo un libro, repitiendo una oración o recibiendo la gratitud de un anciano o la sonrisa de un niño.
A todos hablaba claro, sin hipocresías. No disfrazada su pensamiento, y sus conceptos independientes salían de sus labios, con firmeza, sin tener en cuenta el interlocutor que tenía en frente. Así le habló siempre a las gentes del común y, también, a los gobernantes, los poderosos, los protagonistas de la vida pública. En los temas de la ciudad y de la sociedad era particularmente exigente y ejercía, con libertad y firmeza, la crítica constructiva, pensando especialmente en el bien común.
Hizo propias las tragedias, los dolores, las dificultades de sus familiares y amigos. La solidaridad con sus semejantes era para ella una práctica habitual. Hasta é final de sus días tendió su mano generosa a los necesitados y a los débiles, y alimentó el culto a su fe religiosa y al trabaje de evangelización y difusión de la doctrina de la Iglesia Católica, pero sin fanatismos, y respetuosa siempre de las creencias y opiniones distintas a las suyas.
Abrazo, con fervor, por el influjo de su esposo, primero y luego de su hijo, las ideas liberales y como leal homenaje a los dos, hizo de su pasión política una eficiente tarea de noble servicio social dirigida a hacer menos dura la vida de los ancianos y los niños. Vivió parejamente las glorias y los sufrimientos que el devenir político trae consigo, sin albergar una brizna de odio, ni de resentimiento hacia nadie. Ignoró olímpicamente la maldad ajena, y sentía lástima por quienes la hicieron sufrir persiguiendo, obsesivamente, a los suyos. Las más duras pruebas que le deparó el destino las vivió con la dignidad y el valor de un alma superior, refugiándose celosamente, en tiempos de tempestad, en su diálogo interior con el Dios de su fe y la Virgen de sus principios, con una inspiración al estilo de Teresa de Ávila ó San Juan de la Cruz.
Juan XXIII y Juan Pablo II fueron sus pontífices predilectos. Por ello, sentía satisfacción espiritual de verles camino a los altares, por decisión de su iglesia. Admiró desde su juventud a Churchill y a Roosevelt y los consideró como los héroes que salvaron a la humanidad de los desalmados totalitarismos de esa época de terribles guerreros. Pidió la paz y la reconciliación y rechazó toda forma de violencia. En la política nacional sus grandes devociones, que jamás olvidó, fueron Alfonso López Pumarejo, Darío Echandía y Alberto Lleras Camargo, a quienes admiró como las figuras estelares del liberalismo colombiano, y a quienes tuvo el privilegio de conocer y apreciar personalmente.
Germán Pardo García, Juan Lozano y Lozano y Arturo Camocho Ramírez fueron para ella los cantores predilectos de la tierra tolimense, al lado de Luz Stella y Silvia Lorenzo, también cercanas a su afecto intimo. A lo largo de sus fecundos 94 años mantuvo una estrecha y cariñosa relación con Amina Melendro de Pulecio, Leonor Buenaventura de Valencia, Luz Caicedo de Tono y Emma Vilo de Peláez. Cultivó además, amistades de las mádiversas generaciones. Ni la edad, ni el origen, fueron para ella barrera para establecer firmes nexos amistosos. Le atraían las gentes jóvenes y disfrutaba, con un sentido abierto y libre, oyendo sus opiniones y sus gustos, departiendo con ellas en tardes apacibles de juego, conversación y música.
Gozaba intensamente, sin agotar su capacidad de asombro, con todos los descubrimientos de la ciencia y la tecnología. Consideraba los más audaces y valiosos, la penicilina, el fax, el internet y el celular. Este último le fascinaba por su ágil y versátil capacidad de borrar distancias y fronteras, y hacer más fácil la comunicación con amigos y parientes de Colombia y el exterior.
Heredó de su padre Clímaco Botero Escobar, varias veces Alcalde de Ibagué, el arte de la conversación, que manejó con deleite y maestría. Y de su madre Resina Caicedo Montealegre, la fe religiosa y el amor al prójimo, columnas vertebrales de su espíritu selecto. No hubo en Ibagué institución, obra o empresa de aliento social, cultural o comunitario que no contara con su concurso entusiasta cuando se le solicitaba, y a todos les ponía corazón, decisióy fervor.
Amó entrañablemente al Conservatorio de Música del Tolima, al  círculo de Ibagué y al Club Campestre. Su existencia estuvo atada indisolublemente a estas tres instituciones de la ciudad. Por años organizó, con indudable éxito, la «Navidad del Niño Pobre», y apoyó desinteresadamente las tareas de servicie o los barrios populares y a los sectores campesinos. Así mismo, incursionó en el periodismo como corresponsal social de El Tiempo en Ibagué, por varios años.
El gran amor de su vida fue mi Padre. Luego de su muerte, volcó ese sentimiento hacia sus hijos, sus nietos, sus amigos, su ciudad entrañable, en la cual nació, vivió y murió, y a la que quiso con noble, arraigada y definitiva pasión.
Luego de su partida, discreta y serena, como todo lo suyo, sintiendo en la profundidad del alma el terrible vacio de su ausencia, sentado en el patio de su vieja casa iluminado por sus bellos recuerdos y por las flores que sus manos cultivaron y consintieron, con ternura por tantos años, alcé conmovido la mirada al cielo y vi el rostro sonriente de mi madre rodeado de un tumulto de estrellas jóvenes.
Entonces comprendí, con evidente resignación, que mi madre había logrado, definitivamente, la paz que tanto merecía, al lado del Dios de sus principios y sus devociones esenciales.

5.11.10

Nuestro señor Don Quijote
A monseñor José Vicente Castro Silva, humanista sin par e ilustre rector del Colegio Mayor del Rosario, debo mi temprana devoción por el Quijote. En el bachillerato en filo­sofía y letras que cursamos, bajo su insuperable tutoría espiritual, era texto de obligatoria lectura el famoso libre de Cervantes. Confieso que la primera aproximación a sus páginas me dejo entre perplejo y aburrido. Mi opinión inicial, un poco decepcionada suscitó la sonriente preocupación del aestro quien en sus continuos y brillantes diálogos con los discípulos, solía divagar sobre temas históricos y literarios, aterrizando siempre en las páginas del Ingenioso Hidalgo, no sin adornarlas con ocurrentes comentarios producto de su imaginación, sus conocimientos y su admirable y elocuente manejo del idioma. Dominaba el itinerario de Don Quijote y Sancho, conocía minuciosamente la geografía, los personajes, los paisajes, los azarosos sucesos y los dislates y genialidades del personaje cervantino, de Dulcinea y de sus amigos el bachiller Sansón Carrasco, el escribano y el inolvidable Sancho Panza. Escribió un bello libro sobre la ruta del Quijote, impecable como todo lo suyo en la forma expresiva y grandioso en la singular penetra ción en aquellas páginas con las cuales Cervantes dio ini cio a la novela moderna.
Con su consejo certero Castro Silva se anticipó a la sentencia del mexicano Carlos Fuentes sobre la convenien cia de leer, pacientemente, en las distintas etapas de la vida, los textos de Don Quijote. Según los dos autores, en cada época de la existencia la lectura del Quijote produce nuevas y originales visiones y reflexiones que dejan en el espíritu la rotunda sensación de lo expresado por Mario Vargas Llosa, que esta obra «tiene también la virtud de ilustrar de manera muy gráfica y amena las complejas relaciones en tre la ficción y la vida, la manera como esta produce ficciones y éstas luego revierten sobre la vida animándola, cambiándola, añadiéndole color, aventura, emociones, risa, pasiones y sorpresas». La clave de la sabiduría eterna que entrañan las páginas del quijote «se debe a si mismo a la elegancia y potencia de su estilo, en que la lengua española alcanzó uno de sus más altos vértices». Es la incompara ble capacidad que tuvo Cervantes para encarnar en Don Quijote de la Mancha, la pluralidad, la belleza, las contradicciones, el sutil encanto de la existencia humana. Cada vez que se recorren sus páginas se encuentra, como un tesoro nuevo, la imagen de las múltiples facetas de una seductora visión de la condición humana. Por eso desde nuestros tiempos estudiantiles hemos tenido al «Ingenioso Hidalgo» como un inseparable compañero que nos conduce a hallar la luz en medio de las tinieblas, como una fuente de preciosa sabiduría, a través de esos dos «encantadores charlatanes que derrochan conceptos», al decir de don José Orte ga y Gasset, en «Las Meditaciones del Quijote», quienes fueron capaces, entre la realidad y el sueño, de darle vida al más hermoso «canto a la libertad» que se haya escrito en la literatura universal.